En los tiempos que corren, la amistad ha perdido credibilidad, significado y valor. Hay quienes aseguran tener cientos de amigos, algunos de ellos incluso muy buenos, ¡ingenuos! No hay persona en esta vida –ni en ninguna otra porque no creo que exista el paraíso– que tenga tres buenos amigos en los que confiar, tres hombros en los que llorar o tres oídos dispuestos a escuchar.
De ahí que me sienta afortunado de tener como amigo a mi ídolo. Sólo hay dos personas a las que idolatro por ser cómo son y por lo que me han hecho aprender. Una de ellas es mi padre, que no me enseñó a trabajar sino a vivir. Fue claro. ¡Ahí tienes los libros y ahí tienes la calle, elige! Primera lección de las miles que me ha dado a lo largo de su vida. Es un hombre parco en palabras pero sabe que la vida me dará más de un palo –seguramente merecido–.
La otra persona que idolatro me ha enseñado a ser tolerante, a no rendirme jamás y a creer en mis posibilidades –porque tengo claro que en esta vida si no crees en ti mismo, nadie lo hará–. Le debo todo lo que sé de baloncesto, muy lejos aún de un nivel aceptable. Y es curioso que ambos se han convertidos en mis ídolos, en las personas a las que quiero parecerme. Una, mi padre, porque ha sido un reflejo en mi vida. La otra, porque pese a ser una persona de otra dimensión, nunca ha perdido la humildad y ésa es la virtud que más valoro en la vida. Hay gente que llega a lo más alto –y no tan alto– y se cree Dios y eso no lo soporto. Mi padre me enseñó que nunca me olvidara de donde venía. Soy de San Juan del Puerto, de pueblo, y a mucha honra. Hay quien piense que este artículo no tiene nada que ver con baloncesto. No es así, porque la gent que ho ha d’entendre, ho entendrà.