El baloncesto se ha tornado, al igual que muchos deportes, en una parte inherente de una nueva enfermedad. La padritis. Una dolencia que afecta a todas las edades y no distingue condición ni clase social. Dicho malestar se debe a la inflamación del carácter paterno ante la ausencia de minutos de su hijo durante un partido, en este caso, de baloncesto.
El progenitor, cual Lazarillo de Tormes, cegado por su ignorancia, apela a su magnánimo conocimiento de este deporte –eso cree él, pero en el 90% de los casos su conocimiento es nulo- para manifestar al entrenador de su hijo, que éste debe jugar para el bien de su equipo. Esto provoca a veces una reacción alérgica por parte del entrenador que sólo confía en un tratamiento de Utabón para bajar la hinchazón que le produce.
He visto casos de padritis agudas, de personas incapaces de ver más allá de sus hijos. Individuos obcecados en demostrar una calidad quimérica en sus vástagos, mientras estos sólo quieren jugar por amor al baloncesto. Y ahí radica gran parte del problema de esta enfermedad. Los hijos, ávidos de que sus padres acudan a ver el partido, no incurren en la idea de que, a veces, es la peor salida para ellos. La padritis se agudiza cuanto más pequeño son los hijos, y muy pocos padres ven más allá de lo que desearían ver.
Pero esa enfermedad, con el paso de los años, si al final logras vivir de lo que realmente te gusta, muta y desemboca en la agentitis. Los síntomas son muy parecidos en ambas dolencias, pero el agravante de esta nueva afección es que el sucio dinero aumenta la posibilidad de que esta aflicción se infecte y tenga consecuencias irreversibles.
La padritis, en gran medida, y la agentitis, en un grado menor, son dos de las principales causas de que un niño, que sólo juega al baloncesto para divertirse, se vea en la obligación de dejarlo a una temprana edad por culpa de la vergüenza ajena que en algunos momentos provocan los padres, que en un intento de mimar a sus hijos se creen su propia paranoia. Y así nos va.