Ya ha superado su séptima década de vida y aún retoza juventud y vitalidad por los cuatro costados. Es maestro y alumno a la vez, aunque lo segundo le cueste reconocerlo públicamente. No para de contar sus batallitas de cuando él jugaba en el Gil Martín o en el Atalaya y sufre como el que más cuando las cosas no salen como tienen que salir.
Manuel Ortiz Trixac, Boby para los amigos (así que espero que me permita que lo llame así), es una persona con una peculiar mezcla de terquedad, aderezado con un toque dócil dispuesto a absorber toda la información que pasa a su alrededor.
Boby permanece estancado en los años 80, o quizás antes, porque parece que las nuevas reglas del baloncesto no van con él, pero no oses rebatírselo. No hay argumento totalmente convincente para esta persona, que estoy seguro que derramó alguna lágrima cuando el Ciudad de Huelva firmó su sentencia de muerte.
No importa donde vayas a ver baloncesto, porque allí estará Boby, capaz de recorrerse 150 kilómetros en varias horas para ver tres partidos, mientras carga con su cámara de vídeo al hombro para tener los encuentros en su archivo. Boby es el periodista amigo, que decir esto en esta ingrata profesión significa mucho. Eso sí, nunca, en los años que he coincidido con él en una rueda de prensa, ha hecho una pregunta. No digo una pregunta coherente –que ya es difícil que alguien las haga-, me refiero a una cuestión como tal. Todo son reflexiones y apreciaciones en voz alta que horas antes de la cita con el entrenador se ha preparado tras indagar por Internet o llamando al segundo técnico del equipo.
Nosotros sabemos como es Boby, Sir Boby, y por eso lo respetamos –algunos más que otros- y lo queremos –también algunos más que otros. Sé que pocas veces estará de acuerdo conmigo. Que nuestras intenciones baloncestísticas permanecerán distanciadas por los siglos de los siglos, pero sé, que el día que Boby nos deje –espero que dentro de muchos años- yo le echaré de menos.