miércoles, 26 de enero de 2011

El anillo


Como cada día, el despertador sonó puntual a las nueve. Bajó de la cama apoyándose en su viejo bastón y el olor a tostadas recién hechas le abrió el apetito. Arturo tenía la certeza de que hoy sería un gran día.

Para él, la rutina era siempre la misma, aunque el paso de las horas le demostraría que se trataba de una fecha inolvidable. Era 24 de abril. Sonó el timbre. Alguien abrió. Era su hijo mayor. Nervioso, se anudó la corbata como tantas y tantas veces había hecho. Era tal su maña, que hasta se apresuró a hacer lo mismo con sus dos nietos para que fueran lo más elegante posible.

"¡Papá, date prisa. Nos esperan!", le apresuró su primogénito. Salieron a la calle y la luz del sol golpeó sus caras. De los árboles de la plaza del pueblo comenzaban a brotar las primeras flores de la primavera. De fondo se oía el bullicio de los ancianos que cada mañana discuten intentando arreglar un mundo que hace muchos años que no tiene solución. Arturo, con su lento caminar intentó pasar entre ellos casi desapercibido, aunque su elegante traje negro se lo impidiera. Se hizo el silencio. Ni siquiera volvió la cara. No hacía falta. En su cabeza, y sin tener que mirar, ya sabía qué pensaba cada uno.

Prosiguió con su caminar hacia la iglesia. Con suma dificultad ascendió los escalones que separan la plaza del pórtico de entrada. No necesitaba ayuda. Con su viejo bastón se bastaba para llegar donde quisiese. Y así lo hizo. Hoy merecía la pena.

Durante unos instantes las piernas le temblaron aún más. Antes de cruzar el umbral de la puerta de entrada sacó una alianza del bolsillo de su chaqueta, la colocó en una de sus manos y la cerró con rabia. "Ojalá estuvieses aquí para ver esto", masculló. Arturo era viudo desde hacía más de 15 años cuando un trágico accidente partió en dos su familia. Él sobrevivió, aunque no le hubiera importado haberse ido a un lugar mejor. Hacía poco que se había convertido en un sexagenario, pero eso no era óbice para que cada noche, y entre lágrimas, se lamentara por la vida que ya no tenía.

Una dulce música le hizo abrir su arrugada mano mientras dejaba caer su alianza en el bolsillo del traje. De repente sintió como una mujer lo tomaba del brazo y casi sin darse cuenta ambos estaban caminando hacia el altar. "Papa, ya sabes que no me gusta que llores", le dijo Ángela. "Lo siento, es por tu madre. A ella le hubiese encantado estar aquí", respondió. Casi sin darse cuenta, todo había acabado y disfrutaban de una gran fiesta.

Sin embargo, el ruido del despertador le aturdió la cabeza. Abrió los ojos. Un enorme reloj marcaba la seis y media de la tarde. Se incorporó en su cama y caminó hacia el pasillo. "Señor Arturo, le hemos dicho que permanezca en su habitación", le rechistó una enfermera. "¡Mis hijos, han venido mis hijos!", repetía una y otra vez mientras los buscaba con la mirada perdida. La joven lo miró a los ojos y él entendió la indirecta. Arturo buscó en sus bolsillos y no encontró nada. Clavó sus rodillas en el frío suelo de aquel viejo asilo, entendiendo que todo había sido un sueño y que otra semana más, sus hijos, tampoco le haría una visita.