jueves, 10 de febrero de 2011

Paredes húmedas

El reloj marcaba la una en punto. David se mostraba nervioso. Las manos le sudaban y en su pensamiento aún retumbaba la voz del juez leyendo su sentencia. En aquel momento le hubiese gustado retroceder en el tiempo para borrar esa etapa de su vida, pero ya era tarde. Había llegado el momento de cargar con las consecuencias de una decisión errónea.

Aquella mañana, cuando salió de casa, se paró frente al espejo. Se notó excesivamente demacrado, como si en los últimos años hubiese envejecido a más velocidad. Su pelo era grisáceo oscuro y su rostro, demasiado pálido, dejaba al descubierto unas arrugas que juraría que hacía sólo un par de meses no tenía.

Pero David había tomado el camino equivocado. De su mano había vivido momentos inolvidables. Fama, dinero, poder, fiestas que duraban hasta altas horas de la madrugadas... Con ella se sintió importante. Se creyó el amo del mundo, pero la gloria ganada de forma injusta es efímera.

Todo lo que era placidez se tornó en una vida oscura, casi negra, de la que era prácticamente imposible salir. Sólo el fuego bajo el papel de plata le había dado algo de calor en las noches frías de inverno. Pero no era suficiente. Su presente, su pasado y su futuro se habían consumido con una rapidez preocupante. Para él, nada tenía sentido y casi ni hacía por aferrarse a una vida que se le estaba yendo con cada pinchazo, con cada inspiración de ese polvo blanco que algunos creen que resulta mágico.

Lo había perdido todo, su familia, sus amigos... En definitiva, su vida. Con lágrimas en los ojos, y después de haber sido condenado a cadena perpetua tras cometer un asesinato, David giró su cabeza hacia el policía que lo custodiaba a las puertas de la cárcel. "Siempre quise ser maestro. A mi madre le hubiese encantado". El agente ni giró la cabeza hacia el preso, pero él prosiguió. "No tengo a nadie en el mundo. Bueno, una hija, pero la perdí por ser un mal padre. Hace años que no sé nada de ella". "Ésta es su celda", le señaló el policía. Tras cruzar el umbral de entrada, el crujido de la puerta tras de sí le heló el corazón. No en vano, años de frustración le esperaban por haber tomado la decisión errónea. Esas cuatro paredes húmedas serían ahora su casa. Por un momento pensó en su hija, en todas las cosas que nunca le dijo y pensó "Sé que he cometido el mayor error de mi vida, pero la penitencia es más dura que el pecado".